26 de agosto de 2014
Ascender a Machu Picchu es un privilegio. Una sensación inolvidable. En mi caso, una promesa cumplida, desde la primera vez que leyera sobre su existencia, su magia, su energía; allá por los años adolescentes, cuando todo parecía aventura, un deambular por los rincones que los libros fabricaban y nuestra imaginación recreaba jubilosa. Ya no recuerdo el autor del relato, mas sí la fascinación de descubrir que hubo un pueblo que conocía los secretos de la tierra, de la domesticación de la papa, del poder alimentario del maíz; de la utilidad de la llama, de la alpaca, de la vicuña; que labraba la piedra como ninguno, y construía monumentos que desafiaban el tiempo y los rigores telúricos andinos.