APRENDIZAJES DE LA MEMORIA III – Judío Errante
21 de junho de 2018 Júnior Melo da Luz
Enrique Romero se convirtió en un enigma que quise desentrañar cuando era niño. Como una revelación, aparecía nomás de año en año, ahí en el corredor de la casa de sus hermanas, Sara y Julia –las chivas Romero-. Sartén en mano, lo recuerdo cocinando junto a la puerta de su cuarto esquinero; con un pañuelo blanco en su cabeza, sujetado por cuatro nudos; sudoroso pero tranquilo, el hombre parecía inmune a los transeúntes que lo mirábamos con curiosidad casi religiosa, mientras sus hermanas nos atravesaban con miradas inquietantes.
Medio siglo a sus espaldas es posible que cargara; moderado de carnes y estatura; sin asomo de prisa, aunque receloso de la burbuja espacial que había establecido en su entorno. Era, para nosotros, el Judío Errante. No solo por el mote que le habíamos endilgado para sentirlo propio –zarumeño que se precie debe atesorar un buen apodo-, sino porque desaparecía de la misma manera como había arribado a Limoncito, que, por lo visto, no era para nada su tierra prometida.
Para acrecentar el misterio y la fama ganada en años, nadie sabía con certeza para adónde se había marchado de repente. Se especulaba, sí, que su destino era Argentina, y que para conseguirlo se iba caminando, caminando, caminando… Otros lo imaginaban en Uruguay. En fin, el rumbo que tomaba era un enigma, como el sino que marcaba ese su destierro voluntario, del cual –al parecer- disfrutaba.
Yo, por mi parte, al mediar el siglo XX, la Argentina que evocaba junto a mi gente era la de Firpo; aquel monstruo del ring de quien hablaba –emocionado- mi padre (don Lizardo). La Argentina de la pampa infinita, decía todo el mundo; esa tierra del tango, de un Gardel que apenas había escuchado porque la radio aún nos era esquiva en el barrio; referente de cultura que solía deleitarnos, a pequeños y a grandes, con la revista Billiken, como Quino lo haría más tarde con Mafalda. En mi registro infantil, en cambio, Uruguay era apenas un nombre, que solo cobraría sentido por los goles (326) de Alberto Spencer (compatriota nuestro), que cubrirían de gloria al Peñarol en los sesenta, en un deporte creciente en afición después del básquet, que era la pasión de hombres y mujeres de esa Zaruma evocada.
Envueltos en la memoria como estamos, resulta siempre edificante recordar que los mitos de los pueblos e imaginarios que forjamos en la vida son de lo más diversos, y también curiosos. Pruebas al canto: en la muchachada de Limoncito, el terreno era fértil para esas forjas. Como “buenos cristianos” que éramos entonces, ese halo misterioso del Judío Errante florecería de manera casi natural. Visión mítica, allende del tiempo y el incansable vagar por el mundo del personaje aludido, sin sospechar para nada el trasfondo antisemita de esta historia.
Exentos de tales preconceptos –como los llamamos ahora-, la curiosidad nuestra era insaciable y la imaginación mejor. Enrique Romero encarnaba, así, el mito forjado: podíamos mirarlo, pero no imitarlo; tampoco, tocarlo; ni soñar, enfrentarlo. Mascullaba él cualesquier frase o palabra, que iban al viento, pero no al olvido… Mas, ¡vaya uno a saber!; como para desengañar al adulto, que soy ahora, María Teresa –mi hermana-, sin miramiento alguno me ha confesado que “Enrique fue amigo de Alejandrina” (mi tía solterona, como se supone que él también lo era); y que, en efecto, los dos conversaban de la vida…
Digan lo que dijeren, por sobre otras ideas, los chicos de entonces nos jugábamos a imaginarlo en oficios de sustentación y/o de sobrevivencia a nuestro personaje: cocinero, sirviente, vendedor, dependiente, agricultor; minero, acaso, por aquello de la procedencia zarumeña; fabricante de caramelos, talvez, puesto que costumbre suya era ofrecer esas golosinas a los vecinos. ¡Cuánto, y qué más, supondríamos entonces!
Aun con la desmesura de tanto imaginario, en este oficio de escritura, la memoria me ha ido enseñando que no pocas son las ideas que deambulan entre los meandros cerebrales: libres, campantes, sin marchitarse mayormente, a despecho de la lógica regente y de convenciones hermenéuticas. Prueba de ello son las ideas persistentes sobre un ser cuasi etéreo: mirada esquiva, mítica figura, dadivoso en el misterio entretejido con silencios, que alimentan la nostalgia y ahuyentan el olvido.