CRÓNICA DEL CHILE QUE CONOCIMOS – Parte VI
21 de agosto de 2013 Processocom
HACIA LA REGIÓN DE LOS LAGOS
Por todo lo que habíamos leído acerca de la región y por aquello que confirmamos con nuestra compañera de viaje y con el taxista, bien entrada la mañana (en Chile, especialmente en Puerto Montt, la gente comienza sus actividades a partir de las diez de la mañana), después de un breve reconocimiento de la zona donde estaba ubicado el hotel, bajamos una pendiente en busca de la terminal terrestre para tomar un autobús que nos trasladaría a Puerto Varas, una hermosa ciudad fundada por migrantes alemanes en 1854 junto al extenso lago Llanquihue. En realidad, es una ciudad que sorprende por su arquitectura, organización y belleza que le debe mucho a su lago. Allí comenzamos a valorar el famoso alerce, una madera dominante en las construcciones del sur chileno que recorrimos, y de la cual tendremos oportunidad de hablar más adelante. Para beneficiarnos del espléndido día, más o menos a las doce, tomamos un autobús que, rodeando el Lago Llanquihue por el Este, nos llevaría al Lago de Todos los Santos; primero por una vía asfaltada y luego por una carretera en construcción. Mientras se recorre el trayecto junto al espejo del lago, uno no puede dejar de admirar cada vez más cercana la presencia del majestuoso Osorno; un nevado de proporciones cónicas similares al Cotopaxi (Ecuador) o al Fijiyama (Japón), que se constituye un regalo para la vista y el espíritu de quienes logramos acercarnos a él.
Desembarcados en Petrohué, la pequeña estación-puerto del lugar, sólo hay ojos para las aguas esmeralda de este lago maravilloso y para el Osorno en el fondo; naturaleza pura y sin igual, que es difícil describir. Mas, si uno quiere extasiarse y gozar de ello, aunque sea por unos buenos minutos, lo mejor es embarcarse en un bote y navegar lentamente por sus aguas transparentes y dulces y, cámara en mano, retratar sus paisajes incomparables y, más tarde, contraponerlos a los recuerdos grabados en la retina.
De regreso por la tarde, el trayecto se hizo más largo por la velocidad parsimoniosa de un conductor veterano y el calor del día. Sin embargo, resultó entretenido y todo un reto lingüístico para Jiani, quien a esa hora no entendía una palabra del diálogo de dos trabajadores del campo que se embarcaron en una de las tantas paradas del autobús. Conversaban de su cotidiano en un dialecto casi inentendible, incluso para un hispanohablante que no fuera de Chile. Habíamos sido instruidos de que un poco antes de llegar a Puerto Varas, podíamos comer bien en un restaurante llamado La Olla, por lo que pedimos al chofer que nos dejara ahí. Subimos una pequeña pendiente y ya estábamos buscando asiento para merendar. Así fue como, al buscar en la carta el potaje que iba a calmar el hambre del día y solicitar sugerencias a la moza para efectuar una apetitosa selección, un comensal vecino nos sugirió el plato que su familia estaba degustando: un picado, consistente en pequeñas porciones de toda clase de mariscos horneados, aderezados ricamente, y cuya presentación se efectúa en una quincena de pocillos, acompañado de vino blanco: ¡una delicia!, de lo mejor; así se lo hicimos saber al comedido vecino, que resultó ser el esposo de una señora brasileña que andaba de aventura velera junto a otra familia chilena, y a quienes volvimos a encontrar al otro día en el desayuno que tomábamos en el hotel.
La tarde languidecía. Después del opíparo banquete debíamos regresar a Puerto Montt. Decidimos caminar bordeando el lago para mirar a la gente regresando a sus hogares, mientras el sol se ocultaba en el Llanquihue, y nosotros no dejábamos de admirar la ciudad en sus detalles. Casi por intuición, dimos con un autobús que, en pocos minutos, nos condujo a nuestro destino temporario. Llegados a la estación, aún teníamos energía para cruzar la avenida y perdernos un buen momento en un mercado popular para comprar artesanías de este puerto.
Al siguiente día, a unos 25 km de Puerto Varas nos esperaba Frutillar; una ciudad pequeña de colonización alemana, al borde oeste del Lago Llanquihue. Es, sin duda, otro de los paseos inolvidables a la Región de los Lagos y, según los entendidos, una de las mejores vistas de este enorme lago con el Osorno al fondo. Al mejor estilo alemán, con sus casas de madera y jardines primorosos, ofrece a los visitantes una surtida oferta de manualidades y artesanías de la región. Frutillar es conocida como una ciudad de alta identidad musical que, según nos enteramos, recibe anualmente músicos de renombre de todo el mundo, que se presentan en el Teatro del Lago; una construcción espectacular de madera y vidrio a las orillas del Llanquihue, en cuyas instalaciones los amantes del arte clásico se deleitan en grande a finales de enero y principios de febrero de cada año. Como si fueran pocos sus paisajes y su arquitectura, Frutillar Bajo –porque también hay un Frutillar Alto, que no alcanzamos a visitar- cuenta también con una playa que se repleta de gente en verano y con acogedores cafés que invitan a sentarse frente al lago, como aquel en donde –como en los mejores lugares del mundo- pudimos saborear esa bebida de los dioses, mientras un romántico acordeón nos acompañaba con melodías mediterráneas que tocaba un veterano, al mediar esa tarde veraniega.
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