CRÓNICA DEL CHILE QUE CONOCIMOS – Parte III
1 de agosto de 2013 Processocom
LA POÉTICA VALPARAÍSO Y LA MODERNA VIÑA DEL MAR
Ir de turismo a Chile y no conocer Valparaíso sería como no palpar el pulso del espíritu chileno fusionado en un pueblo, con todas sus contradicciones. No por nada la UNESCO la cuenta en su lista de Patrimonio de la Humanidad y Neruda la hizo su preferida, aunque la primera impresión que uno siente al arribar a ésta y desembarcar en el terminal terrestre (rodioviaria) de la ciudad pueda ser de desaliento por el lugar que, paradójicamente, a inicios del siglo XX –aunque ahora no lo parezca-, había sido uno de los puertos más importantes del mundo –según lo refiere la guía antes mencionada-, pues era el paso obligado hacia el Estrecho de Magallanes antes de la apertura del Canal de Panamá en Centroamérica. Pero, claro, cuando se la comienza a recorrer a pie, se conversa con la gente, se embarca en sus viejos ascensores (especie de funiculares sobre rieles) para subir a los cerros se cambia de opinión. ¡Qué paisaje urbano sorprendente!: calles empinadas y retorcidas, arquitectura inserta en la orografía escarpada, colorido inigualable de sus casas – muchas de madera y zing-, tendederos de ropa en las afueras de las habitaciones, escalinatas por doquier; aún un tranvía de matusalén recorre sus calles principales, y en los parques los viejos jubilados se reúnen para jugar cartas y ajedrez, mientras personas jóvenes y enamorados alquilan triciclos para dar vueltas allí junto a las palomas que pululan por decenas, y una que otra prostituta, sentada en una banca, fuma un cigarrillo a la espera de un nuevo cliente.
Con las indicaciones precisas de doña Ely (la dueña del hostal en donde pernoctamos por dos noches), bien pudimos conocer algo de lo que nos habíamos propuesto; entre lo más importante, visitar “La Sebastiana”, otra de las casas que Neruda había adquirido (1959); sitio desde donde el poeta podía dominar visualmente la bahía, escribir, amar y reunirse con sus amigos, y escenario en el cual -según lo refieren las crónicas literarias- se abrazó por última vez con Allende antes del sacrificio del Presidente en La Moneda. Pues allá subimos en uno de esos buses manejados por intrépidos conductores, en medio de una tenue llovizna y un poco de neblina. Como a la actual casa-museo se dan cita tantos visitantes –sobre todo extranjeros-, después de adquirir los billetes de entrada en cuatro mil pesos por persona, uno tiene el derecho a un audífono (en alguna de las lenguas más habladas en el mundo) para escuchar lo que concierne a cada habitación, mientras se las va recorriendo. Además de las innumerables colecciones -de estéticas particulares- (copas de colores, caracoles, pinturas, objetos marinos, muebles), no faltan, por supuesto, los objetos personales del poeta y de Matilde en sus respectivas habitaciones, cuya culminación en varios andares –que evocan siempre la vida marina y la bohemia por el mundo- se encuentra marcada por el espacio donde Neruda se sentaba a escribir, en goce de una vista incomparable de su amada Valparaíso. En los bajos de esta casa, de un piso singular, se ha adaptado una sala de audiovisuales en la que se exhiben algunas producciones de esta índole, en las cuales se puede ver y escuchar a nuestro personaje en situaciones, para nosotros, deslumbrantes. Además de su pensamiento y sensibilidad poética universales, de sus rasgos físicos, me llamó la atención su pausado caminar sobre unos pies cubiertos por zapatos enormes y, por supuesto, la emisión de su voz –casi estentórea- al recitar sus versos. En otras construcciones aledañas se puede visitar una pequeña biblioteca y un lugar para comprar recuerdos. La evocación de sus Odas –como nunca- me acompañaban: “Pronto,/ Valparaíso,/marinero, (…) La tempestad corona/ con espuma/ tus cordeles que cantan/ y la luz del océano/ hace temblar camisas/ y banderas/ en tu vacilación indestructible”.
Era hora de regresar al centro de la ciudad, y la mejor opción para hacerlo era caminar calle abajo para extasiarse con lo insólito, no sin antes tomarnos un café en lo que parecía ser un barcito con bocados bien chilenos (empanadas y otras delicias) que, por desgracia, resultaron un fraude al paladar, después de haber tenido la ocasión de saborear otros manjares. Mas, ¡qué calle habíamos empezado a recorrer! Nos faltaban las manos para tirar fotografías y extasiarnos con las construcciones arquitectónicas, con los materiales utilizados, los colores, las escalinatas pintadas con paisajes, recovecos únicos, y la pendiente misma de la calle que recorren los habitantes de este puerto en sus potentes vehículos, en doble dirección y con una maestría envidiable. ¡Cómo no recordar la topografía zarumeña y ese encanto poético impregnado en el paisaje urbano! Ya casi al terminar la bajada, al pie de una pequeña escalinata, saludamos con un hombre entrado años que empezaba a lidiar con la subida. Era un chileno oriundo de Valparaíso que se quejaba amargamente por el olvido y el estado en el que había encontrado a su ciudad después de muchos años de estar viviendo en Barcelona, y lo hermosa que se vería si se le prestara la atención urbanística que ella demanda y se merece. Concordamos con este ciudadano sobre lo manifestado, intercambiamos algunas experiencias acerca de la maravillosa Barcelona como viejos conocidos y le deseamos suerte en su regreso a Europa. Ciertamente, cuando se participa de estas vivencias, uno no puede dejar de asociar con experiencias de estos órdenes, como, por ejemplo, la excelente recuperación urbanística del centro histórico de Quito, o pensar en el regalo justo que sería La Habana Vieja para la humanidad si se la pudiera restaurar.
Resulta inolvidable en Valparaíso adentrarse un poco en su bahía, navegarla lentamente para poder mirar desde cierta distancia el paisaje que se dibuja en una tarde asoleada. Observar sus colinas rebosantes de casas de colores, la arquitectura desafiante del Parlamento chileno (sin comentarios), los grandes barcos de la Armada anclados en el puerto, donde la gente puede visitar sus instalaciones los domingos y días festivos; sentir de muy cerca la presencia de un par de lobos marinos que descansan en las boyas…, mientras –si tienes suerte, como nosotros- escuchar a un guía explicar la situación por la cual están pasando los pescadores artesanales bajo una política gubernamental que ha permitido la entrega de esta actividad a transnacionales, con perjuicios ecológicos y sociales no sustentables y de miseria; muestra de esa contradicción es el abandono de los modernas instalaciones portuarias que los paseantes pueden observar en la otra orilla de la bahía.
Entre los recuerdos del Valparaíso que conocí por primera vez mediante postales que me habían enviado mis amigas chilenas por correo, estaban -cómo no- los del puerto y sus entornos. Ahora los tenía ahí, después de cuarenta y más años de espera, en un domingo de febrero, para verlos y sentirlos intensamente, junto a mi compañera que, como siempre, terminaba por persuadirme de adquirir recuerdos de los artesanos, que apostados en las veredas y en las calzadas los ofrecían a precios cómodos. Pero no sólo ese recuerdo venturoso me acompaña ahora al evocar aquello. También está nuestro almuerzo en uno de esos restaurantes populares cercanos al Mercado Central, en donde uno busca la materialidad de su culinaria para aplacar el hambre, y menguar la sed con una cerveza bien helada. Pero eso de comer pasó a un segundo plano, simple o ventajosamente, porque ese instante se inundó de música de Julio Jaramillo –en un primer momento- y luego con la voz de un cantante popular que –guitarra en brazos- nos deleitaba con sus canciones, como preámbulo adecuado para vendernos CDs piratas, que resultaron reveladores de la música chilena y latinoamericana. ¡De cómo una situación que en nuestros propios países puede pasar casi inadvertida o tornarse molesta, en otro país y en esas circunstancias, puede resultar envolvente!
Você pode conferir a continuação de “Crónicas del Chile que conocimos” todas as quartas-feiras aqui no site do Processocom.